De Parakou, salimos muy muy temprano. Eso sí, Jean Baptiste se había encargado de que en nuestro desayuno, no faltara el café, la mantequilla ni una deliciosa mermelada que, como en España, aquí también la hacen las monjas. Iniciábamos ya el regreso hacia Cotonou. Lo hicimos por Lokossá
cerca de la frontera con Togo, al oeste del país. Por una zona algo más ondulada y con un paisaje espléndido. La carretera, como siempre. Coches y motos sobrecargados, bicis, hileras de peatones por ambos arcenes y puestos de gasolina, mandioca o carbón bien asomados a la vista de los transeuntes.
Así, seguimos hacia el sur, hasta que llegamos al mar, que en esa zona entra formando una laguna donde la pesca, constituye una vía de alimentación familiar (los peces pequeños), y una doble fuente de ingresos. La directa, por la venta de los pescados de más tamaño. La indirecta por las “propinas” imprescindibles si se les quiere hacer una foto lanzando las redes. La cercanía al mar y la relación con el incipiente turismo del primer mundo nos devolvió otra imagen de Benin menos “natural” que la del norte del país.
De allí, continuando por las inmediaciones del mar, fuimos a hacer una visita que en Benin es obligada. Fuimos a ver la Puerta de no retorno. Recuerda cómo desde las costas de Benin, en la época de la esclavitud, salían barcos cargados de personas hacia un cruel destino en
otro mundo. Muy próximo a ese monumento existe otro muy diferente. Aquél que conmemora la llegada de los primeros Misioneros SMA, hace 150 años. También llegaron por mar. Por aquél mar que sirvió de plataforma para el execrable comercio de personas. La captura de personas para someterles a esclavitud, tuvo en la zona un curioso efecto colateral. Surgió, en mitad de la laguna, Ganvié. Rodeados de agua, como formula de defensa de quienes allí moraban. La Venecia africana que visitaríamos al día siguiente.
Ya era tarde cuando tras comer unos pescados llegamos a Cotonou. De vuelta a la Casa de acogida a la que llegamos una semana antes. El sitio era el mismo, pero nosotros no. Nuestra percepción de las cosas había cambiado,… a mejor. Habíamos comenzado a aprender la importancia de las pequeñas cosas y a reconocer la inutilidad de muchas otras que considerábamos grandes.
En Cotonou, recorrimos la ciudad y visitamos un Centro de Artesanos, donde pudimos recordar que efectivamente, Benin es la cuna del Vudú y que lo exportó al Nuevo Mundo, junto con muchos de sus jóvenes convertidos en esclavos. Hoy tanto aquí como allí, todavía subsiste.
Nuestro último día en Benín fué el más tranquilo. Visitamos Ganvié y comimos junto a la playa. La tarde dedicada a rellenar y pesar las maletas. Vacías de la ayuda que habíamos llevado, las llenamos con piezas de artesanía local que posteriormente en España pueden llegar a suponer una ayuda adicional para la financiación de pequeños proyectos, amén de la remuneración directa al artesano.
Por delante un largo camino de vuelta. En horas y en kilómetros. Pero dejábamos algo allí. Para mi, creo que también ha habido una puerta de no retorno.
La que crucé en Kpabegou, a la luz de sus particulares vidrieras y con Halim en brazos. Cautivado por África, ya estoy pensando en volver.